Discurso del periodista Javier Martín al recoger el XI Premio Julio Anguita Parrado

Discurso del periodista Javier Martín al recoger el XI Premio Julio Anguita Parrado

Excelentísima alcaldesa, representantes de la universidad, Sindicato de Periodistas de Andalucía, queridas Antoñita, Julio y Ana, padres y hermana de Julio, resto de autoridades, señoras y señores….

Es para mí un enorme placer y un orgullo estar hoy aquí, en esta ciudad que me es tan cercana por mis estudios universitarios de Árabe y Hebreo, para recibir el Premio Internacional de Periodismo Julio Anguita Parrado, convocado por el Sindicato de Periodistas de Andalucía, con el apoyo del Ayuntamiento y la Universidad de Córdoba, de tan enorme prestigio. Un galardón que honra la memoria de una gran persona, de un enorme profesional. Pero que transciende también su necesario recuerdo al engalanar y promover la defensa los derechos humanos, y al proyectar a la ciudad de Córdoba como icono y referencia de esa lucha, hoy en día tan necesaria.

No tuve la fortuna de conocer en persona a Julio, pese a ambos coincidimos al mismo tiempo en aquel infausto país, víctima de una mentira, de una invasión ilegal e ilegítima, y que aún hoy -quince años después- está preso de una guerra tan innecesaria como absurda que el tribunal de la historia colocará en el estante de la ignominia.
Le intuyo, sin embargo, en los centenares de relatos amables escuchados a decenas de colegas y amigos que si disfrutaron de la suerte de su compañía, que definían como franca y alegre. Una unanimidad inusual que sorprende en una profesión como la nuestra, a veces tan cainita. Todos hablan con igual pasión y sinceridad de su compromiso con el oficio, con la sociedad, con la justicia y con las ideas progresistas; coinciden en su buen humor, en su constancia, en su alegría, en su capacidad de adaptación, en la variedad de sus registros periodísticos, en su compromiso, en su fina ironía y, sobre todo, en su profesionalidad.

Yo, como periodista de agencia que soy, como “agenciero” de vocación, he querido bucear también en otras fuentes y desde que recibí la inesperada llamada del Sindicato mientras cenaba con mi mujer e hijos -como es nuestra tradición los viernes- en Túnez, me he sumergido en sus escritos. Una experiencia iluminadora, creanme, cuando uno se pasa las tres semanas previas a este acto en un barco de rescate de inmigrantes en aguas del Mediterráneo. En ellos, allí, mientras reflexionaba mirando las costas de Libia, escenario de una guerra enmudecida en la que Europa está rasgando a jirones la carta fundamental de los derechos humanos, el marco de convivencia y de valores éticos y morales que nos ha convertido en una sociedad más humana, descubrí en Julio una cualidad tan esencial como desgraciadamente arrinconada -e incluso olvidada- en estos tiempos de mudanza que nos ha tocado vivir: la honestidad que rezumaban sus escritos.

La objetividad, un termino tan controvertido como recurrente en el debate ético del periodismo, es en realidad una utopía. Todos caminamos por la vida con nuestro bagaje a la espalda. Con las experiencias, las lecturas, la influencias, los consejos y el peso de las charlas y discusiones mantenidas con nuestros familiares, amigos e incluso enemigos, que componen nuestra ideología y perfilan nuestra forma de entender el mundo. Es lícito. Y tan enriquecedor como necesario ser consciente de cuales han de ser sus límites.

La honestidad sin embargo, es imperativa. El periodismo del futuro será honesto, o no será. Como no lo es ahora, desnaturalizado y víctima de una honda crisis que los propios periodistas hemos contribuido a ahondar al plegarnos –a veces incluso con ingenua presunción- al sectarismo que promueven los poderes económicos y políticos, y al abandonar las raíces de un oficio concebido para ser conciencia y no instrumento del poder. Al no rebelarnos contra el periodismo declarativo, simplista y de tertulia barata, que domina los medios actuales y en el que se retuercen las herramientas de la dialéctica, de la comunicación y de la retórica para defender unos hechos y unos ideales que la lógica y el sentido común evidencian como indefendibles.

El periodismo del futuro será el periodismo de Pepito Grillo, o no será. Un periodismo independiente y libre, próximo a los centros de poder económico y político, pero alejado al mismo tiempo de ellos. Con la cercanía suficiente como para conocerlos en profundidad y la distancia necesaria para actuar como instrumento efectivo y eficiente de control ético y moral. Erigido en conciencia crítica y honrada de la sociedad, y no reducido a mera muleta de aquellos que anteponen los intereses políticos y económicos a la defensa cerrada de la carta fundamental de los derechos humanos, el mayor triunfo quizá de la humanidad. Es una tarea ciclópea. Solo desde un periodismo basado en la honestidad, consciente de los confines de nuestros lícitos bagajes e ideologías, se puede empezar a pensar en regenerar una sociedad en declive plagada de másteres falsos, de políticos mediocres que se aferran al poder y amparan corruptos, y de universidades en las que domina el enchufismo sobre la excelencia; una sociedad mórbida, desnaturalizada por un capitalismo y un liberalismo radical codiciosos e insolidarios, en la que las fronteras entre los distintos poderes son un territorio difuso; un sistema en el que la lealtad se pondera por encima de la verdad y el sentido común, y en el que la acumulación de desmanes nos induce al peligro de normalización y la apatía.

Un modelo político y social anacrónico, pretérito, que parece mirar más al que todavía impera en los estados en los que he ejercido y aún ejerzo un oficio que amo -colmados de gobiernos autoritarios, de periodistas, intelectuales, y artistas encarcelados, de violaciones a la libertad de expresión, de corrupción, mentiras, abusos de poder, pobreza, escasa educación, división, manipulación, desigualdad y conflicto-, que al paradigma teórico de convivencia y armonía democrática que aquellos que sufrieron la Segunda Guerra Mundial soñaron en París una tarde de primavera de 1948. Luchemos por un periodismo mejor, arrimado al terreno, en contacto con la sociedad y sus gentes; un periodismo que transcienda las batallitas políticas y se sostenga en las historias personales, en esa batalla fundamental que como seres humanos debemos librar para dilucidar en que clase de sociedad ambicionamos vivir, y que mundo pretendemos legar a nuestros hijos. Un periodismo que pise con aplomo las moquetas, pero que lo haga con polvo, mucho polvo y barro adheridos a unos zapatos de suela desgastada. Solo desde este tipo de periodismo, digno e independiente, de calidad, podremos aspirar a una sociedad saludable y libre.

Quiero dedicar este premio a mis padres, que se esforzaron en inculcarme ese valor de la honestidad que todavía lucho por conseguir, y espero un día siquiera rozar. Que supieron comprender mi vocación y me animaron a adentrarme en esta profesión, la de corresponsal, tan sacrificada para los que nos acompañan y en la que tantos sustos les he regalado. Y a mis hermanas y sobrinos, por quererme y aguantarme.

Quiero igualmente dedicarselo a la familia de Julio, y a sus amigos que tanto esfuerzo dedican a sostener y mantener vivo un reconocimiento que es ya patrimonio y bandera, alzada por Córdoba, para aquellos que defienden alrededor del mundo el entendimiento, el diálogo y la defensa de los derechos fundamentales.

Y por supuesto al Sindicato de Periodistas de Andalucía, por las mismas razones, pero también por la labor encomiable y necesaria que hace en la promoción de un periodismo más honrado, emancipado del poder y soberano.

También a mis amigos y maestros, en especial a Emilio -que hace veinte años me introdujo en la oficina de la Agencia Efe en El Cairo como traductor y me convirtió en periodista- y a Javier, que desde su experiencia como corresponsal en un gran diario me enseñó la trascendencia y el compromiso de todo aquello que escribimos. A Ramón, Willy, Biri, y a Alfonso, a Cristina y las chicas de “Roketes” que siempre han estado y están ahí, y a mis compañeros de la Agencia EFE, periodistas muchos de ellos de gran calado, pese a las circunstancias y desdenes que en demasiadas ocasiones deben soportar, hormigas anónimas sin las que esta profesión no existiría. Cuando era pequeño, y ya sabía que quería ser periodista, me obsesionaba la idea de saber de dónde venían las noticias. Como el señor o la señora que salían en la pantalla de la televisión, que hablaban a través de las ondas de radio, que escribían en el papel, habían llegado a conocer con tanto detalle lo que había ocurrido a miles de kilómetros. De mayor descubrí que casi siempre, el principio es, simplemente, un periodista de nombre irrelevante que escribe un teletipo.

Pero permitanme que concluya este largo discurso con una licencia. Este premio no me pertenece. O al menos, la mayor parte de él no es mío. Lo amerita mi mujer, la madre de mis hijos a los que tanto quiero, mi compañera durante los últimos 15 años. Debería instituirse un galardón para las parejas de los corresponsales, que son quienes padecen las largas ausencias, las nerviosas y prolongadas esperas diarias en espera de una simple llamada “hola, estoy bien” desde la zona de conflicto; las que soportan espantadas imprevistas en medio de una ocasión familiar, una celebración con amigos o unas vacaciones anheladas. Sin su compresión y paciencia yo seguramente no estaría hoy delante de ustedes. Muchas gracias.

Córdoba, 7 abril 2018